sábado, 12 de abril de 2008

fieles laicosJÓVENES CRISTIANOS FIELES LAICOS 2008 ss

JÓVENES CRISTIANOS FIELES LAICOS 2008 ss



La realidad de la (familia de FE) Iglesia - Comunión es en­tonces parte integrante, más aún, representa el contenido central del “misterio” o sea del plan divino de salvación de la humanidad. Por esto la comunión profunda eclesial no puede ser captada adecuadamente cuando se la entiende como una simple realidad sociológica y psicológica.


La Iglesia - Comunión es el pueblo « nuevo », « mesiánico », el pueblo que « tiene a Cristo por Cabeza (...) como condición la digni­dad y libertad de los hijos de Dios (...) por ley el nuevo precepto de amar como el mismo Cristo nos ha amado (...) por fin el Reino de Dios (...) es constituido por Cristo en comunión de vida, de caridad y verdad ».


Los vínculos que unen a los hermanos y miembros del nuevo Pueblo entre sí --y antes aún, con Cristo no son aquellos de la « carne » y de la « sangre », sino aquellos del espíritu; más precisamente, aquellos del Espíritu Santo, que reciben todos los bautizados (. Jn 3, 1).

En efecto, aquel Espíritu que desde la eter­nidad abraza la única e indivisa Trinidad, aquel Espíritu que «en la plenitud de los tiempos» (GAL 4, 4) unió indisolublemente la carne humana al Hijo de Dios, aquel mismo e idéntico Espí­ritu es, a lo largo de todas las generaciones cris­tianas, el inagotable manantial del que brota sin cesar la comunión en la Iglesia y de la Iglesia.


UNA COMUNION ORGANICA: DIVERSIDAD Y COMPLEMENTARIEDAD


20. La comunión eclesial se configura, más precisamente, como comunión « orgánica », aná­loga a la de un cuerpo vivo y operante. En efecto, está caracterizada por la simultánea presencia de la diversidad y de la complementariedad de las vocaciones y condiciones de vida, de los mi­nisterios, de los carismas y de las responsabili­dades. Gracias a esta diversidad y complemen­tariedad, cada fiel laico se encuentra en relación con todo el cuerpo y le o/rece su propia apor­tación.

El apóstol Pablo insiste particularmente en la comunión orgánica del Cuerpo místico de Cristo. Podemos escuchar de nuevo sus ricas enseñanzas en la síntesis trazada por el Con­cilio. Jesucristo leemos en la constitución Lumen Gentium (Luz de las gentes)) « comunicando su Espíritu, constituye místicamente como cuerpo suyo a sus hermanos, llamados de entre todas las gentes.
En ese cuerpo, la vida de Cristo se derrama en los creyentes (...). Como todos los miembros del cuerpo humano, aunque numerosos, forman un solo cuerpo, así también los fieles en Cristo (1 Cor 12, 12). También en la edificación del cuerpo de Cristo vige la diversidad de miem­bros y funciones.

Uno es el Espíritu que, para la utilidad de la Iglesia, distribuye sus múl­tiples dones con magnificencia proporcionada a su riqueza y a las necesidades de los servicios (1 Co 12, 1-11). Entre estos dones ocupa el primer puesto la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad el mismo Espíritu somete in­cluso los carismáticos (1 Co 14).

Y es tam­bién el mismo Espíritu que, con su fuerza y mediante la íntima conexión de los miembros, produce y estimula la caridad entre todos los fieles. Y por tanto, si un miembro sufre, sufren con él todos los demás miembros; si a un miem­bro lo honoran, de ello se gozan con él todos los demás miembros (1 Cor 12, 26) »


Es siempre el único e idéntico Espíritu el principio dinámico de la variedad y de la unidad en la Iglesia y de la Iglesia. Leemos nuevamente en la constitución Lumen Gentium: « Para que nos renovemos continuamente en El (Cristo) (Ef 4, 23), nos ha dado su Espíritu, el cual, único e idéntico en la Cabeza y en los miembros, da vida, unidad y movimiento a todo el cuerpo, de manera que los santos Padres pudieron parangonar su función con la que ejerce el principio vital, es decir el alma, en el cuerpo humano ».

En otro texto, particularmente denso y valioso para captar la « organicidad » propia de la comu­nión eclesial, también en su aspecto de creci­miento incesante hacia la comunión perfecta, el Concilio escribe: « El Espíritu habita en la Igle­sia y en los corazones de los fieles como en un templo (1 Co 3, 16; 6, 19), y en ellos ora y da testimonio de la adopción filial ( Ga 4, 6; Rm 8, 15-16. 26).

El guía la Iglesia hacia la completa verdad (Jn 16, 13), la unifica en la comunión y en el servicio, la instruye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismá­ticos, la embellece con sus frutos (Ef 4, 11-12; 1 Co 12, 4; Ga 5, 22). Hace rejuvenecer la Iglesia con la fuerza del Evangelio, la renueva constantemente y la conduce a la perfecta unión con su Esposo. Porque el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡"Ven"! (Ap. 22, 17) ».


La comunión eclesial es, por tanto, un don; un gran don del. Espíritu Santo, que los fieles laicos están llamados a acoger con gratitud y, al mismo tiempo, a vivir con profundo sentido de responsabilidad. El modo concreto de actuarlo es a través de la participación en la vida y misión de la Iglesia, a cuyo servicio los fieles laicos contribuyen con sus diversas y comple­mentarias funciones y carismas.

El fiel laico « no puede jamás cerrarse sobre si mismo, aislándose espiritualmente de la co­munidad; sino que debe vivir en un continuo intercambio con los demás, con un vivo sentido de fraternidad, en el gozo de una igual dignidad y en el empeño por hacer fructificar, junto con los demás, el inmenso tesoro recibido en heren­cia.

El Espíritu del Señor le confiere, como tam­bién a los demás, múltiples carismas; le invita a tomar parte en diferentes ministerios y encar­gos; le recuerda, como también recuerda a los otros en relación con él, que todo aquello que le distingue no significa una mayor dignidad, sino una especial y complementaria habilitación al servicio (...). De esta manera, los carismas, los ministerios, los encargos y los servicios del fiel laico existen en la comunión y para la co­munión. Son riquezas que se complementan entre sí en favor de todos, bajo la guía prudente de los Pastores ».



Los ministerios (servicios) y los carismas, dones del Espíritus en la Familia de FE.,


21. El Concilio Vaticano II presenta los mi­nisterios y los carismas como dones del Espíritu Santo para la edificación del Cuerpo de Cristo y para el cumplimiento de su misión salvadora en el mundo. La Iglesia, en efecto, es dirigida y guiada por el Espíritu, que generosamente dis­tribuye diversos dones jerárquicos y carismáti­cos entre todos los bautizados, llamándolos a ser cada uno - a su modo - activos y corresponsales.
22.
Consideremos ahora los ministerios y los ca­rismas con directa referencia a los fieles laicos y a su participación en la vida de la Iglesia familia Co­munión.

Los ministerios, oficios y funciones

Los ministerios presentes y operantes en la Iglesia, si bien con modalidades diversas, son todos una participación en el ministerio de Jesu­cristo, el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas (Jn 10, 11), el siervo humilde y total­mente sacrificado por la salvación de todos (Mc 10, 45).

Pablo es completamente claro al hablar de la constitución ministerial de las Igle­sias apostólicas. En la Primera Carta a los Co­rintios escribe: « A algunos Dios los ha puesto en la Iglesia, en primer lugar como apóstoles, en segundo lugar como profetas, en tercer lugar como maestros (...) » (1 Co 12, 28).
En la Carta a los Efesios leemos: « A cada uno de nosotros nos ha sido dada la gracia según la medida del don de Cristo (...). Es él quien, por una parte, ha dado a los apóstoles, por otra, a los profetas, los evangelistas, los pastores y los maestros, para hacer idóneos los hermanos para la realización del ministerio, con el fin de edificar el cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la uni­dad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, según la medida que corresponde a la plena madurez de Cristo » (Ef 4, 7.11-13; 4. Rm 12, 4-8).

Como resulta de estos y de otros textos del Nuevo Testamento, son múltiples y diversos los ministerios, como también los dones y las tareas eclesiales.

Los ministerios que derivan del Orden


En la Iglesia encontramos, en primer lu­gar, los ministerios ordenados; es decir, los mi­nisterios que derivan del sacramento del Orden. En efecto, el Señor Jesús escogió y constituyó los Apóstoles germen del Pueblo de la nueva Alianza y origen de la sagrada Jerarquía -con el mandato de convertir en discípulos todas las naciones (Mt 28, 19), de formar y de regir el pueblo sacerdotal.

La misión de los Apósto­les, que el Señor Jesús continúa confiando a los pastores de su pueblo, es un verdadero servicio, llamado significativamente « diakonia » en la Sa­grada Escritura; esto es, servicio, ministerio.

23. Los ministros -en la interrumpida sucesión apos­tólica- reciben de Cristo Resucitado el carisma del Espíritu Santo, mediante el sacramento del Orden; reciben así la autoridad y el poder sacro para servir a la Iglesia « in persona Christi ca­pitis » (personificando a Cristo Cabeza) , y para congregarla en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y de los Sacramentos.

24.Los ministerios ordenados antes que para las personas que los reciben- son una gracia para la Iglesia entera. Expresan y llevan a cabo una participación en el sacerdocio de Jesucristo que es distinta, non sólo por grado sino por esencia, de la participación otorgada con el Bau­tismo y con la Confirmación a todos los fieles.

Por otra parte, el sacerdocio ministerial, como ha recordado el Concilio Vaticano II, está esen­cialmente finalizado al sacerdocio real de todos los fieles y a éste ordenado.
Por esto, para asegurar y acrecentar la co­munión en la Iglesia, y concretamente en el ám­bito de los distintos y complementarios minis­terios, los pastores deben reconocer que su ministerio está radicalmente ordenado al servicio de todo el Pueblo de Dios (Hb 5, 1); y los fieles laicos han de reconocer, a su vez, que el sacerdocio ministerial es enteramente necesario para su vida y para su participación en la misión de la Iglesia .

Ministerios, oficios y funciones de los laicos

23-La misión salvadora de la Iglesia en el mundo es llevada a cabo no sólo por los minis­tros en virtud del sacramento del Orden, sino también” por todos los fieles laicos.” En efecto, éstos, en virtud de su condición bautismal y de su específica vocación, participan en el oficio sa­cerdotal, profético y real de Jesucristo, cada uno en su propia medida.

Los pastores, por tanto, han de reconocer y promover los ministerios, oficios y funciones de los fieles laicos, que tienen su fundamento sacramental en el Bautismo y en la Confirmación, y para muchos de ellos, además en el Matrimonio.
Después, cuando la necesidad o la utilidad de la Iglesia lo exija, los pastores - según las normas establecidas por el derecho universal- pueden confiar a los fieles laicos algunas tareas que, si bien están conectadas a su propio minis­terio de pastores, no exigen, sin embargo, el ca­rácter del Orden.

El Código de Derecho Canó­nico escribe: « Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros, pueden tam­bién los laicos, aunque no sean lectores ni acóli­tos, suplirles en algunas de sus funciones, es de­cir, ejercitar el ministerio de la palabra, presidir oraciones litúrgicas, administrar el bautismo y dar la sagrada Comunión, según las prescripcio­nes del derecho ».

Sin embargo, el ejercicio de estas tareas no hace del fiel laico un pastor. En realidad, no es la tarea lo que constituye el mi­nisterio, sino la ordenación sacramental. Sólo el sacramento del Orden atribuye al ministerio or­denado una peculiar participación en el oficio de Cristo Cabeza y Pastor y en su sacerdocio eterno.

La tarea realizada en calidad de suplente tiene su legitimación -formal e inmediatamente- en el encargo oficial hecho por los pastores, y de­pende, en su concreto ejercicio, de la dirección de la autoridad eclesiástica.

La reciente Asamblea sinodal ha trazado un amplio y significativo panorama de la situación eclesial acerca de los ministerios, los oficios y las funciones de los bautizados. Los Padres han apreciado vivamente la aportación apostólica de los fieles laicos, hombres y mujeres, en favor de la evangelización, de la santificación y de la ani­mación cristiana de las realidades temporales, como también su generosa disponibilidad a la suplencia en situaciones de emergencia y de ne­cesidad crónica. En esta familia de Fe, NADIE ES MÁS QUE NADIE NI MENOS QUE NADIE. Somos todos hijos de DIOS Padre; que no discrimina.

Como consecuencia de la renovación litúrgica promovida por el Concilio, los mismos jóvenes fieles lai­cos han tomado una más viva conciencia de las tareas que les corresponden en la asamblea litúr­gica y en su preparación, y se han manifestado ampliamente dispuestos a desempeñarías.

En efecto, la celebración litúrgica es una acción sacra no sólo del clero, sino de toda la asamblea que es la que celebra la acción de Gracias.. Por tanto, es natural que las tareas no propias de los ministros ordenados sean desempeñadas por los fieles laicos. Después, ha sido espontáneo el paso de una efectiva implicación de los fieles laicos en la acción litúrgica a aquélla en el anun­cio de la Palabra de Dios y en la cura pastoral.

En la misma Asamblea sinodal no han fal­tado, sin embargo, junto a los positivos, otros juicios críticos sobre el uso indiscriminado del término « ministerio », la confusión y tal vez la igualación entre el sacerdocio común y el sacer­docio ministerial, la escasa observancia de ciertas leyes y normas eclesiásticas, la interpretación ar­bitraria del concepto de « suplencia », la tenden­cia a la « clericalización » de los fieles laicos y el riesgo de crear de hecho una estructura ecle­sial de servicio paralela a la fundada en el sacra­mento del Orden.

Precisamente para superar estos peligros, los Padres sinodales han insistido en la nece­sidad de que se expresen con claridad sirviendo también de una terminología más precisamente tanto la unidad de misión de la Iglesia, en la que participan todos los bautizados, como la sustancial diversidad del ministerio de los pastores, que tiene su raíz en el sacramento del Orden, respecto de los otros ministerios, ofi­cios y funciones eclesiales, que tienen su raíz en los sacramentos del Bautismo y de la Con­firmación.


Es necesario pues, en primer lugar, que los pastores, al reconocer y al conferir a los fieles laicos los varios ministerios, oficios y funciones, pongan el máximo cuidado en instruirles acerca de la raíz bautismal de estas tareas.
Es necesa­rio también que los pastores estén vigilantes para que se evite un fácil y abusivo recurso a presuntas « situaciones de emergencia » o de « necesaria suplencia », allí donde no se dan objetivamente o donde es posible remediarlo con una programación pastoral más racional.


Los diversos ministerios, oficios y funciones que los fieles laicos pueden desempeñar legíti­mamente en la liturgia, en la transmisión de la fe y en las estructuras pastorales de la Iglesia, deberán ser ejercitados en conformidad con su específica vocación laical, distinta de aquélla de los sagrados ministros.

En este sentido, la exhor­tación Evangelii Nuntiandi, que tanta y tan be­neficiosa parte ha tenido en el estimular la di­versificada colaboración de los fieles laicos en la vida y en la misión evangelizadora de la Iglesia, recuerda que « el campo propio de su actividad evangelizadora es el dilatado y complejo mundo de la política, de la realidad social; de la econo­mía; así como también de la cultura, de las cien­cias y de las artes, de la vida internacional, de los órganos de comunicación social; y también de otras realidades particularmente abiertas a la evangelización, como el amor, la familia, la edu­cación de los niños y de los adolescentes, el tra­bajo profesional, el sufrimiento.


Cuantos más laicos haya compenetrados con el espíritu evan­gélico, responsables de estas realidades y explí­citamente comprometidos en ellas, competentes en su promoción y conscientes de tener que de­sarrollar toda su capacidad cristiana, a menudo ocultada y sofocada, tanto más se encontrarán estas realidades al servicio del Reino de Dios -y por tanto de la salvación en Jesucristo, sin perder ni sacrificar nada de su coeficiente huma­no, sino manifestando una dimensión trascenden­te a menudo desconocida ».


Durante los trabajos del Sínodo, los Padres han prestado no poca atención al Lectorado y al Acolitado.. Mientras en el pasado existían en la Iglesia Latina sólo como etapas espirituales del itinerario hacia los ministerios ordenados, con el Motu proprio de Pablo VI Ministeria quae­dam (15 Agosto 1972) han recibido una auto­nomía y estabilidad propias, como también una posible destinación a los mismos fieles laicos, sí bien sólo a los varones.

En el mismo sentido se ha expresado el nuevo Código de Derecho Canó­nico. Los Padres sinodales han manifestado ahora el deseo de que « el Motu proprio "Minis­tena quaedam" sea revisado, teniendo en cuenta el uso de las Iglesias locales e indicando, sobre todo, los criterios según los cuales han de ser elegidos los destinatarios de cada ministerio.

A tal fin ha sido constituida expresamente una Comisión, no sólo para responder a este deseo manifestado por los Padres sinodales, sino también, y sobre todo, para estudiar en profun­didad los diversos problemas teológicos, litúrgi­cos, jurídicos y pastorales surgidos a partir del gran florecimiento actual de los ministerios con­fiados a los fieles laicos.

Para que la praxis eclesial de estos ministe­rios confiados a los fieles laicos resulte ordenada y fructuosa, en tanto la Comisión concluye su estudio, deberán ser fielmente respetados por todas las Iglesias particulares los principios teo­lógicos arriba recordados, en particular la dife­rencia esencial entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común y, por consiguiente, la dife­rencia entre los ministerios derivados del Orden y los ministerios que derivan de los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación
Los carismas

23. El Espíritu Santo no sólo confía diversos ministerios a la Iglesia-Comunión, sino que tam­bién la enriquece con otros dones e impulsos par­ticulares, llamados carismas. Estos pueden asu­mir las más diversas formas, sea en cuanto ex­presiones de la absoluta libertad del Espíritu que los dona, sea como respuesta a las múltiples exi­gencias de la historia de la Iglesia.
24.
25. La descrip­ción y clasificación que los textos del nuevo testamento hacen de estos dones, es una muestra de su gran variedad: « A cada cual se le otorga la ma­nifestación del Espíritu para la utilidad común.
26.
27. Porque a uno le es dada por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia por me­dio del mismo Espíritu; a otro, fe, en el mismo Espíritu; a otro, carisma de curaciones, en el único Espíritu; a otro, poder de milagros; a otro el don de profecía; a otro, el don de discernir los espíritus; a otro, diversidad de lenguas; a otro, finalmente, el don de interpretarlas » (1 Cor 12, 7-10; Cor 12, 4-6.28-31; Rm 12, 6-8; 1 P 4, 10-11).


Sean extraordinarios, sean simples y senci­llos, los carismas son siempre gracias del Espí­ritu Santo que tienen, directa o indirectamente, una utilidad eclesial, ya que están ordenados a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo.

Incluso en nuestros días, no falta el floreci­miento de diversos carismas entre los fieles lai­cos, hombres y mujeres. Los carismas se conce­den a la persona concreta; pero pueden ser par­ticipados también por otros y, de este modo, se continúan en el tiempo como viva y preciosa he­rencia, que genera una particular afinidad espiri­tual entre las personas.

Refiriéndose precisamen­te al apostolado de los laicos, el Concilio Vati­cano II escribe: « Para el ejercicio de este apos­tolado el Espíritu Santo, que obra la santificación del Pueblo de Dios por medio del ministerio y de los sacramentos, otorga también a los fieles do­nes particulares (1 Co 12, 7), "distribuyendo a cada uno según quiere" (1 Co 12, 11), para que "poniendo cada uno la gracia recibida al servicio de los demás", contribuyan también ellos "como buenos dispensadores de la multiforme gracia recibida de Dios" (1 P 4, 10), a la edifi­cación de todo el cuerpo en la caridad (Ef 4, 16)».

Los dones del Espíritu Santo exigen según la lógica de la originaria donación de la que pro­ceden que cuantos los han recibido, los ejer­zan para el crecimiento de toda la Iglesia, como lo recuerda el Concilio.

Los carismas han de ser acogidos con grati­tud, tanto por parte de quien los recibe, como por parte de todos en la Iglesia. Son, en efecto, una singular riqueza de gracia para la vitalidad apostólica y para la santidad del entero Cuerpo de Cristo, con tal que sean dones que verdaderamente provengan del Espíritu, y sean ejercidos en plena conformidad con los auténticos impul­sos del Espíritu. En este sentido siempre es ne­cesario el discernimiento de los carismas.

En rea­lidad, como han dicho los Padres sinodales, « la acción del Espíritu Santo, que sopla donde quie­re, no siempre es fácil de reconocer y de acoger. Sabemos que Dios actúa en todos los fieles cris­tianos y somos conscientes de los beneficios que provienen de los carismas, tanto para los indivi­duos como para toda la comunidad cristiana.

Sin embargo, somos también conscientes de la potencia del pecado y de sus esfuerzos tendien­tes a turbar y confundir la vida de los fieles y de la comunidad.
Por tanto, ningún carisma dispensa de la re­lación y sumisión a los Pastores de la Iglesia. El Concilio dice claramente: « El juicio sobre su autenticidad (de los carismas) y sobre su orde­nado ejercicio pertenece a aquellos que presiden en la Iglesia, a quienes especialmente correspon­de no extinguir el Espíritu, sino examinarlo todo y retener lo que es bueno (1 Ts 5, , 12.19-21)», con el fin de que todos los carismas coo­peren, en su diversidad y complementariedad, al bien común.

La participación de los fieles cristianos laicos en la vida de la Iglesia


25. Los fieles laicos participan en la vida de la Iglesia no sólo llevando a cabo sus funciones
y ejercitando sus carismas, sino también de otros muchos modos.

Tal participación encuentra su primera y ne­cesaria expresión en la vida y misión de las Igle­sias particulares, de las diócesis, en las que « ver­daderamente está presente y actúa la Iglesia de Cristo, una, santa, católica y apostólica ».


Iglesias particulares e Iglesia universal

Para poder participar adecuadamente en la vida eclesial es del todo urgente que los fieles laicos posean una visión clara y precisa de la Iglesia particular en su relación originaria con la Iglesia universal.

La Iglesia particular no nace a partir de una especie de fragmentación de la Iglesia universal, ni la Iglesia universal se cons­tituye con la simple agregación de las Iglesias particulares; sino que hay un vínculo vivo, esen­cial y constante que las une entre sí, en cuanto que la Iglesia universal existe y se manifiesta en las Iglesias particulares.

Por esto dice el Con­cilio que las Iglesias particulares están « for­madas a imagen de la Iglesia universal, en las cuales y a partir de las cuales existe una sola y única Iglesia católica ».



El mismo Concilio anima a los fieles laicos para que vivan activamente su pertenencia a la Iglesia particular, asumiendo al mismo tiempo una amplitud de miras cada vez más « católica ». « Cultiven constantemente -leemos en el De­creto sobre el apostolado de los laicos- el sen­tido de la diócesis, de la cual es la parroquia como una célula, siempre dispuestos, cuando sean invitados por su Pastor, a unir sus propias fuer­zas a las iniciativas diocesanas.


Es más, para res­ponder a las necesidades de la ciudad y de las zonas rurales, no deben limitar su cooperación a los confines de la parroquia o de la diócesis, sino que han de procurar ampliarla al ámbito Inter. Parroquial, Inter. Diocesano, nacional o inter­nacional; tanto más cuando los crecientes des­plazamientos demográficos, el desarrollo de las mutuas relaciones y la facilidad de las comuni­caciones no consienten ya a ningún sector de la sociedad permanecer cerrado en sí mismo.

Ten­gan así presente las necesidades del Pueblo de Dios esparcido por toda la tierra ».
En este sentido, el reciente Sínodo ha solici­tado que se favorezca la creación de los Consejos Pastorales diocesanos, a los que se pueda recu­rrir según las ocasiones. Ellos son la principal forma de colaboración y de diálogo, como tam­bién de discernimiento, a nivel diocesano. La par­ticipación de los fieles laicos en estos Consejos podrá ampliar el recurso a la consultación, y hará que el principio de colaboración que en determinados casos es también de decisión sea aplicado de un modo más fuerte y extenso.

Está prevista en el Código de Derecho Ca­nónico la participación de los fieles laicos en los Sínodos diocesanos y en los Concilios particula­res, provinciales o plenarios. Esta participación podrá contribuir a la comunión y misión ecle­sial de la Iglesia particular, tanto en su ámbito propio, como en relación con las demás Iglesias particulares de la provincia eclesiástica o de la Conferencia Episcopal.


Las Conferencias Episcopales quedan invita­das a estudiar el modo más oportuno de desa­rrollar, a nivel nacional o regional, la consulta­ción y colaboración de los fieles laicos, hombres y mujeres. Así, los problemas comunes podrán ser bien sopesados y se manifestará mejor la co­munión eclesial de todos.


LA PARROQUIA


26. La comunión eclesial, aún conservando siempre su dimensión universal, encuentra su expresión más visible e inmediata en la parroquia. Ella es la última localización de la Iglesia; es, en cierto sentido, la misma Iglesia que vive entre las casas de sus hijos y de sus hijas. humanas.
27. La respuesta a este deseo puede encontrarse en la parroquia, cuando ésta, con la participación viva de los fieles laicos, per­manece fiel a su originaria vocación y misión:
28.
Es necesario que todos volvamos a descubrir, por la fe, el verdadero rostro de la parroquia; o sea, el <> mismo de la Iglesia presente y operante en ella.

Aunque a veces le falten las personas y los medios necesarios, aunque otras veces se encuentre desperdigada en dilatados territorios o casi perdida en medio de populosos y caóticos barrios modernos, la parroquia no es principalmente una estructura, un territorio, un edificio; ella es <<>>, es <<>>, es la <<>>.

En definitiva, la parroquia está fundada sobre una realidad teológica, porque ella es una comunidad eucarística. Esto significa que es una comunidad idónea para celebrar la Eucaristía, en la que se encuentran la raíz viva de su edificación y el vínculo sacramental de su existir en plena comunión con toda la Iglesia.

Tal idoneidad radica en el hecho de ser la parroquia una comunidad de fe y una comunidad orgánica, es decir, constituida por los ministros ordenados y por los demás cristianos, en la que el párroco –que representa al Obispo diocesano – es el vínculo jerárquico con toda la Iglesia particular.

Ciertamente es inmensa la tarea que ha de realizar la Iglesia en nuestros días; y para llevarla a cabo no basta la parroquia sola.

Por esto, el Código de Derecho Canónico prevé formas de colaboración entre parroquias en el ámbito del territorio y recomienda al Obispo el cuidado pastoral de todas las categorías de fieles, también de aquéllas a las que no llega la cura pastoral ordinaria.

En efecto, son necesarios muchos lugares y formas de presencia y de acción, para poder llevar la palabra y la gracia del Evangelio a las múltiples y variadas condiciones de vida de los hombres de hoy. Igualmente, otras muchas funciones de irradiación religiosa y de apostolado de ambiente en el campo cultural, social, educativo, profesional, etc. no pueden tener como centro o punto de partida la parroquia.

Y sin embargo, también en nuestros días la parroquia está conociendo una época nueva y prometedora. Como decía Pablo VI, al inicio de su pontificado, dirigiéndose al Clero romano: <<>>.

Por su parte, los Padres sinodales han considerado atentamente la situación actual de muchas parroquias, solicitando una decidida renovación de las mismas: << Muchas parroquias, sea en regiones urbanas, sea en tierras de misión, no pueden funcionar con plenitud efectiva debido a la falta de medios materiales o de ministros ordenados, o también a causa de la excesiva extensión geográfica y por la condición especial de algunos cristianos (como, por ejemplo, los exiliados y los emigrantes).

Para que todas estas parroquias sean verdaderamente comunidades cristianas, las autoridades locales deben favorecer: a) la adaptación de las estructuras parroquiales con la amplia flexibilidad que concede el Derecho Canónico, sobre todo promoviendo la participación de los laicos en las responsabilidades pastorales; b) las pequeñas comunidades eclesiales de base, también llamadas comunidades vivas, donde los fieles pueden comunicarse mutuamente la Palabra de Dios y manifestarse en el recíproco servicio y en el amor; estas comunidades son verdaderas expresiones de la comunión eclesial y centros de evangelización, en comunión con sus Pastores >>.


Para la renovación de las parroquias y para asegurar mejor su eficacia operativa, también se deben favorecer formas institucionales de cooperación entre las diversas parroquias de un mismo territorio.


FORMAS DE PARTICIPACION EN LA VIDA DE LA IGLESIA


29. Loa jóvenes fieles laicos, juntamente con los sa­cerdotes, religiosos y religiosas, constituyen el único Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo.

El ser miembros de la Iglesia no suprime el hecho de que cada cristiano sea un ser « único e irrepetible », sino que garantiza y promueve el sentido más profundo de su unicidad e irre­petibilidad, en cuanto fuente de variedad y de riqueza para toda la Iglesia.

En tal sentido, Dios llama a cada uno en Cristo por su nombre pro­pio e inconfundible. El llamamiento del Señor: <<>>.

De esta manera cada uno, en su unicidad e irrepetibilidad, con su ser y con su obrar, se pone al servicio del crecimiento de la comunión eclesial; así como, por otra parte, recibe per­sonalmente y hace suya la riqueza común de toda la Iglesia.

Esta es la « Comunión de los Santos » que profesamos en el Credo; el bien de todos se convierte en el bien de cada uno, y el bien de cada uno se convierte en el bien de todos. « En la Santa Iglesia –escribe: San Gregorio Magno- cada uno sostiene a los demás y los demás le sostienen a él » .

Formas personales de participación

Es absolutamente necesario que cada fiel laico tenga siempre una viva conciencia de ser un « miembro de la Iglesia », a quien se le ha confiado una tarea original, insustituible e inde­legable, que debe llevar a cabo para el bien de todos.

En esta perspectiva asume todo su signi­ficado la afirmación del Concilio sobre la abso­luta necesidad del apostolado de cada persona singular: « El apostolado que cada uno debe realizar, y que fluye con abundancia de la fuente de una vida auténticamente cristiana (Jn 4, 14), es la forma primordial y la condición de todo el apostolado de los laicos, incluso del aso­ciado, y nada puede sustituirlo.

A este aposto­lado, siempre y en todas partes provechoso, y en ciertas circunstancias el único apto y posible, están llamados y obligados todos los laicos, cualquiera que sea su condición, aunque no tengan ocasión o posibilidad de colaborar en las asociaciones ».

En el apostolado personal existen grandes riquezas que reclaman ser descubiertas, en vista de una intensificación del dinamismo misionero de cada uno de los fieles laicos.

A través de esta forma de apostolado, la irradiación del Evan­gelio puede hacerse extremadamente capilar, llegando a tantos lugares y ambientes como son aquéllos ligados a la vida cotidiana y concreta de los laicos.

Se trata, además, de una irradia­ción constante, pues es inseparable de la con­tinua coherencia de la vida personal con la fe; y se configura también como una forma de apos­tolado particularmente incisiva, ya que al com­partir plenamente las condiciones de vida y de trabajo, las dificultades y esperanzas de sus her­manos, los fieles laicos pueden llegar al corazón de sus vecinos, amigos o colegas, abriéndolo al horizonte total, al sentido pleno de la existencia humana: la comunión con Dios y entre los hombres


Creativas-de participación Formas


30. La comunión eclesial, ya presente y ope­rante en la acción personal de cada uno, encuen­tra una manifestación específica en el actuar aso­ciado de los jóvenes fieles laicos; es decir, en la acción solidaria que ellos llevan a cabo participando responsablemente en la vida y misión de la Iglesia.

En estos últimos años, el fenómeno asocia­tivo laical se ha caracterizado por una particular variedad y vivacidad. La asociación de los fieles siempre ha representado una línea en cierto modo constante en la historia de la Iglesia, como lo testifican, hasta nuestros días, las variadas confraternidades, las terceras órdenes y los di­versos soda licios.

Sin' embargo, en los tiempos modernos este fenómeno ha experimentado un singular impulso, y se han visto nacer y difun­dirse múltiples formas segregativas: asociaciones, grupos, comunidades, movimientos. Podemos hablar de una nueva época asociativa de los fieles laicos.

En efecto, « junto al asociacionismo tra­dicional, y a veces desde sus mismas raíces, han germinado movimientos y asociaciones nuevas, con fisonomías y finalidades específicas. Tanta es la riqueza y versatilidad de los recursos que el Espíritu alimenta en tejido eclesial; y tanta es la capacidad de iniciativa y la generosidad de nuestro laicado ».

Estas asociaciones de laicos se presentan a menudo muy diferenciadas unas de otras en di­versos aspectos, como en su configuración exter­na, en los caminos y métodos educativos y en los campos operativos.

Sin embargo, se puede encontrar una amplia y profunda convergencia en la finalidad que las anima: la de participar responsablemente en la misión que tiene la Igle­sia de llevar a todos el Evangelio de Cristo como manantial de esperanza para el hombre y de renovación para la sociedad.

El asociarse de los fieles laicos por razones espirituales y apostólicas nace de diversas fuen­tes y responde a variadas exigencias. Expresa, efectivamente, la naturaleza social de la perso­na, y obedece a instancias de una más dilatada e incisiva eficacia operativa.


En realidad, la inci­dencia « cultural », que es fuente y estímulo, pero también fruto y signo de cualquier trans­formación del ambiente y de la sociedad, puede realizarse, no tanto con la labor de un individuo, cuanto con la de un « sujeto social », o sea, de un grupo, de una comunidad, de una asociación, de un movimiento.

Esto resulta particularmente cierto en el contexto de una sociedad pluralista y fraccionada -como es la actual en tantas par­tes del mundo-, y cuando se está frente a pro­blemas enormemente complejos y difíciles.

Por otra parte, sobre todo en un mundo seculari­zado, las diversas formas asociadas pueden re­presentar, para muchos, una preciosa ayuda para llevar una vida cristiana coherente con las exi­gencias del Evangelio y para comprometerse en una acción misionera y apostólica.

Más allá de estos motivos, la razón pro­funda que justifica y exige la asociación de los
eclesial, como abiertamente reconoce el Concilio Vaticano II, cuando ve en el aposto­lado asociado un « signo de la comunión y de la unidad de la Iglesia en Cristo ».

Es un « signo » que debe manifestarse en las relaciones de « comunión », tanto dentro como fuera de las diversas formas asociativas, en el contexto más amplio de la comunidad cris­tiana.

Precisamente la razón eclesiológica indi­cada explica, por una parte, el « derecho » de asociación que es propio de los fieles laicos; y, por otra, la necesidad de unos « criterios » de discernimiento acerca de la autenticidad eclesial de esas formas de asociarse.

Ante todo debe reconocerse la libertad de asociación de los fieles laicos en la Iglesia. Tal libertad es un verdadero y propio derecho que no proviene de una especie de « concesión » de la autoridad, sino que deriva del Bautismo, en cuanto sacramento que llama a todos los fieles laicos a participar activamente en la comunión y misión de la Iglesia.

El Concilio es del todo claro a este respecto: « Guardada la debida re­lación con la autoridad eclesiástica, los laicos tienen el derecho de fundar y dirigir asociaciones y de inscribirse en aquellas fundadas ». Y el reciente Código afirma textualmente: « Los fie­les tienen derecho a fundar y dirigir libremente asociaciones para fines de caridad o piedad, o para fomentar la vocación cristiana en el mun­do; y también a reunirse para procurar en co­mún esos mismos fines »
.
Se trata de una libertad reconocida y garan­tizada por la autoridad eclesiástica y que debe ser ejercida siempre y sólo en la comunión de la Iglesia.
En este sentido, el derecho a asociarse de los fieles laicos es algo esencialmente relativo a la vida de comunión y a la misión de la misma Iglesia.

Criterios de eclesialidad para ias asociaciones laicales

31. La necesidad de unos criterios claros y precisos de discernimiento y reconocimiento de las asociaciones laicales, también llamados « cri­terios de eclesialidad », es algo que se compren­de siempre en la perspectiva de la comunión y misión de la Iglesia, y no, por tanto, en con­traste con la libertad de asociación.
32.
Como criterios fundamentales para el dis­cernimiento de todas y cada una de las asocia­ciones de fieles laicos en la Iglesia se pueden considerar, unitariamente, los siguientes:
- El primado que se da a la vocación de cada cristiano a la santidad, y que se manifiesta « en los frutos de gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles » como crecimiento hacia la plenitud de la vida cristiana y a la per­fección en la caridad.

- En este sentido, todas las asociaciones de fieles laicos, y cada una de ellas, están llamadas a ser cada vez más- instrumento de san­tidad en la Iglesia, favoreciendo y alentando una unidad más íntima entre la vida práctica y la fe de sus miembros ».

- La responsabilidad de confesar la fe católica, acogiendo y proclamando la verdad sobre Cristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre, en la obediencia al Magisterio de la Iglesia, que la interpreta auténticamente.
-
- Por esta razón, cada asociación de fieles laicos debe ser un lugar en el que se anuncia y se propone la fe, y en el que se educa para practicarla en todo su con­tenido.

- El testimonio de una comunión firme y convencida en filial relación con el Papa, centro perpetuo y visible de unidad en la Iglesia uni­versal, y con el Obispo « principio y funda­mento visible de unidad » en la Iglesia par­ticular, y en la « mutua estima entre todas las formas de apostolado en la Iglesia ».

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